Todo sucedió en una de las visitas a mi Madre en Valencia mientras yo vivía aún en Roma. Ella estaba ingresada y viajé desde Italia para acompañarla unos días.
La encontré animada. Como siempre fingía para mostrarme el lado positivo de todo. Se había especializado en quitarle hierro al asunto de su mieloma aún cuando sabíamos que le quedaba poco tiempo de vida. Cada vez que la ingresaban se esforzaba más aún para distraernos con sus ocurrencias. Así que no me extrañó que mientras empujaba la silla de ruedas para llevarla a una de sus pruebas rutinarias se despidiera de mí bromeando sobre su estado.
Me quedé solo.
Pero mi soledad duró tan solo tres minutos. Mientras mi madre seguía adentro y aún escuchaba las máquinas sin poder verla, otra camilla irrumpió en la habitación pasando justo delante de mí. Dos enfermeros agitados colocaron a una señora mayor junto a la pared y se fueron a buscar ayuda. Empecé a reaccionar cuando ya se habían ido y aún flotaban en el aire sus explicaciones: «un íctus«, «la traen de Teruel«.
La mujer tenía los ojos cerrados y no respondía a nada. Era muy mayor. Me levanté y la tomé de la mano. No hacía mucho que me había ordenado sacerdote. Ese día entendí que no hay nada como hacerse sacerdote para experimentar la providencia. Sólo había silencio. Nos habíamos quedado solos en la habitación.
– ¡Señora! -me anime a decirle- ¡Señora! ¿Me oye?…
No hubo respuesta. Parecía que ya era tarde. Pero en ese momento noté un débil respiro.
– ¡Señora!… ¡Mire qué bueno es Dios… que justo ahora que le ha pasado esto… ¡le ha puesto un cura a su lado!… porque ¡soy cura! ¿sabe?… y puedo perdonarle sus pecados si Ud. quiere…
No hubo respuesta.
Me parece que todas las clases de teología que había recibido en 20 años pasaron por mi mente en un instante. La miraba y pensé que no le quedaba mucho de vida, así que con su mano entre las mías le dije:
– ¡Señora! si se arrepiente de sus pecados… ¡apriéteme la mano que le doy la absolución!
Su mano, que antes estaba temblando ligeramente por el ictus, se cerró sobre la mía de golpe, con fuerza, con ganas. Me soltó y volvió a cerrarse sobre mi mano, fuerte. Sentí como su deseo de perdón entraba por mi mano, recorría mi brazo y llegaba junto a mi corazón, que en ese momento estaba lleno de otro deseo; el de Cristo. Era Él quien quería estar a su lado, era Él quien había preparado ese encuentro justo en esa sala, para estar con ella, para acompañarla en ese instante, para que no quedara solita en ese rincón tan lejano de su casa en Teruel.
Y mientras terminé de pronunciar junto a su oído las palabras de la absolución, su mano aflojó el agarre sobre la mía y todo su cuerpo se relajó.
Un instante después y dos enfermeros más tarde me encontraba de nuevo sólo, en la misma habitación, saboreando lo que había pasado. Lo que tantas veces se repetiría en mi vida… el deseo de Cristo de encontrarse con cada persona. Recuerdo el momento. Recuerdo la sensación de que esto se repetiría muchas veces, en cada absolución, en cada una de las confesiones que escucharía. Tuve la seguridad de que yo levantaría la mano y yo abriría la boca… pero sería Cristo quien se encontraría con cada penitente y serían sus palabras las que llegarían al corazón de cada uno de ellos.
Mi madre salió de su consulta y me encontró allí. Sereno y feliz. Y esa mañana hablamos mucho sobre el mejor apretón de manos que me han dado en la vida.
¡Ojalá tú, que estás leyendo esta experiencia, también le regales tus manos a Cristo para que pueda tocar a todos los enfermos y necesitados a través de las tuyas! ¡Gracias Señor por llamarme a ser tu sacerdote!
P. Miguel Segura, LC